— ¡Vas a matarte! —
le gritó Edward a una encogida Victoria mientras ella sostenía
insegura su cuchillo de trinchar en la mano derecha. Su labio
inferior tembló y él le arrancó de las manos los dos utensilios,
mostrándole como mover el cuchillo contra el acero en el ángulo
apropiado.
— ¿Afilas los
cuchillos en casa? — inquirió.
— N-n-no, Chef. Lo
hace mi marido.
Edward cruzó los
brazos y frunció el ceño, sus ojos verdes se oscurecieron. —
Bueno, tu maldito marido no está aquí, ¿verdad? ¿Vas a hacer esto
bien o quieres marcharte?
— Quiero quedarme, —
dijo ella suavemente, mirando al suelo.
— ¡Entonces
pruébalo! ¡Siguiente!
Ella no tenía ni idea
de lo que debía hacer, estaba claro, pero no había necesidad de que
él actuara como un gilipollas. La pobre mujer se marchó encogida,
derrotada.
¿Era este el mismo
tipo que condujo tres horas solo para que yo pudiera ver caballos
salvajes? ¿El que me había cocinado buñuelos caseros cuando le
dije que eran mis favoritos?